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Transnistria: un combate contra la invisibilidad

Transnistria es un territorio híbrido, de paradojas evidentes. Aquí, la idea soviética de una sociedad justa se ha adaptado a tiempos modernos, con televisores de pantalla plana y móviles inteligentes como las banderas de una globalización que parece haber llegado a medias. Y a pesar de sus carencias y limitaciones obvias desde su nacimiento, se ve que el país que no es país siempre entrega más de lo que recibe. Y eso se debe básicamente al temple y autoconvencimiento de sus habitantes, que aún viven con la esperanza de que los mismos rusos que no los reconocen como nación, los levanten y los hagan surgir ante el mundo.

La República Moldava Pridnestroviana, también conocida como Transnistria, tiene su bandera, su moneda, su parlamento y su frontera pero, sin embargo, no tiene su espacio en los mapas oficiales del mundo. Este territorio, que oficialmente forma parte de Moldavia, declaró su independencia a principios de la década de los noventa y, desde entonces, ha intentado establecerse y sobrevivir como un país independiente. 

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Como todo país, Transnistria también tiene sus próceres. Fotografía de Leonardo Gerzon.

El río Dniester representa una frontera natural entre Transnistria y Moldavia, sin embargo, una enorme barrera invisible se ha ido reforzando a través de las generaciones, separando estas dos realidades surgidas de un conflicto entre etnias. Las heridas del reciente enfrentamiento se transformaron en prejuicios y reproches entre la población moldava, cuya mayoría mira con esperanza hacia el oeste, anhelando una anexión con Rumanía y la Unión Europea, y la población transnistria, que parece querer resistirse a dejar atrás la antigua Unión Soviética.

Una década de enfrentamientos

La historia indica que Moldavia fue siempre un crisol de la cultura eslava y rumana, y aunque la mayoría étnica del país es moldava, en la región de Transnistria predominan rusos y ucranianos. Cuando en 1989 las autoridades moldavas aprobaron la oficialidad de la lengua nacional e iniciaron los trámites para adherirse a Rumanía, los transnistrios se sintieron afectados y comenzaron con una serie de protestas que desembocaron en una declaración unilateral de independencia, en septiembre de 1990, la cual no sería reconocida a nivel global.

Las tensiones estallaron oficialmente el 2 de mayo de 1992, cuando el presidente de Moldavia autorizó el ataque a Transnistria, donde se habían producido distintos asaltos a unidades policiales moldavas. En ese punto, comenzó una guerra que duraría cuatro meses, la cual enfrentaría al bando de Moldavia, con el apoyo de Rumanía, contra el bando de Transnistria, apoyados por Rusia. Los ataques, que dejarían más de mil víctimas mortales, terminarían en julio del mismo año tras un acuerdo entre Moldavia y Rusia. Los dos países concertaron un alto al fuego indefinido que hoy en día aún perdura.

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La frontera entre Moldavia y el país que no existe. Fotografía de Leonardo Gerzon.

Si bien la relación entre el territorio moldavo y el transnistrio se ha mantenido relativamente tranquila durante los últimos años, la guerra civil dejó una gran cantidad de rencores arraigados y, sobre todo, una frontera magnética que, en este caso, repele a los opuestos y evita la conexión más cercana entre ambos pueblos. 

Indiferencia, prejuicios y desinformación

Cuando le consultamos por Transnistria a Stela Danila, rostro del canal de noticias TVR Moldova, dio un sorbo a su café y nos miró un poco extrañada. “Fui para allá una vez, y me dio la impresión de que la gente de Transnistria es algo…cómo decirlo…algo naif”, opinó después de pasar una buena cantidad de tiempo buscando el adjetivo adecuado en su cabeza. A priori, el comentario sólo sumó un interrogante más al gran manto de dudas que envuelve a este territorio. Y quedamos aún más en el aire cuando nos dijeron que lo único destacable de Transnistria eran sus dentistas.

El imponderable internet nos ayudó a saber más al respecto de este lugar, pero a la vez nos inyectó algunos prejuicios sobre la vida allí y, por cierto, sobre las condiciones para hacer turismo. Algunos documentales en YouTube nos mostraban una zona militarizada, con tanques soviéticos circulando libremente por las calles de Tiráspol y soldados en sus veintes, lampiños y rubios, comprometidos con su labor militar y orgullosos de llevar sus Kaláshnikov como si fuese un accesorio cualquiera. Los blogs de viajeros comentaban que la gestión en la frontera era ruda, que requisaban cámaras fotográficas y revisaban hasta el último milímetro del equipaje. Respecto a esto, Anastasia Condruc, una joven moldava que contactamos previo al viaje, incluso nos dio algunos consejos: “Cuando lleguen a la frontera, no digan que son periodistas. O no los dejarán entrar”, alertó.

Es labor de uno mismo creer o no creer, pero ninguno de nosotros sabía algo más allá de lo que nos contaron o de lo que vimos. Por esa misma razón, una vez situados en territorio moldavo, decidimos embarcarnos en otro viaje a ese pseudo nación que tanto da que hablar.

Una extraña normalidad

Después de una hora y algo más de viaje dentro de la marshutka —nombre en ruso que le dan a las furgonetas de transporte en Moldavia—, nos hicieron bajar en la frontera para entrar a Bender, una de las ciudades importantes de Transnistria, donde íbamos de paso. El edificio administrativo de la policía fronteriza tenía un par de oficinas blancas con ventanillas, y el techo que cubría el paso de los automóviles portaba los colores de la bandera —verde y rojo— y el escudo oficial de la nación, símbolo del lugar que no existe. Resulta que los mitos terminaron distando de la realidad: o nos tocó un día excepcionalmente tranquilo, o simplemente la gente se preocupa por lo mínimo. Ya con nuestra visa de diez horas en mano y acomodados nuevamente en la marshutka, entramos a Transnistria con cierta emoción y, sobre todo, curiosidad.

Para los occidentales, este lugar puede ser bastante ajeno: aquí los seguros de salud no tienen cobertura, el alfabeto latino prácticamente no existe, su moneda —el rublo de Transnistria— no es reconocida ni válida en ningún otro sistema bancario, aparte del propio, y hay un holding financiero, Sheriff, que controla desde las estaciones de servicio de la región hasta el club de fútbol más importante de Tiráspol —y de Moldavia, incluso—. Que, por sorpresa, se llama Sheriff.

Se podría decir que aquí todo es a la vieja usanza. Si bien ninguno de nosotros vivió nunca en un país gobernado por soviéticos, nos pudimos imaginar —a partir de lo que sabemos sobre las décadas pasadas— lo que era vivir en una de las urbes de la URSS, aquel gran imperio que duró mucho menos de lo esperado. Tiráspol, capital de la autoproclamada República de Transnistria, es una ciudad de poco más de ciento treinta mil habitantes, con avenidas anchas, monumentos de guerra, edificios pomposos y estatuas de Lenin. Los comercios locales —que son pocos, ya que prácticamente todo lo demás pertenece a Sheriff— se acumulan a los costados de la Strada 25 Octombrie, una de las vías principales de la ciudad y donde se encuentra el Sóviet Supremo de la República, el parlamento local.

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El ruso es el idioma hablado por la mayor parte de la población. Fotografía de Leonardo Gerzon.  

Quizás fue el día, la hora o la fecha, pero nos encontramos con un Tiráspol bastante vacío.  Por suerte, la señora que cobraba los billetes en uno de los trolebuses de la ciudad nos orientó chapurreando un poco de francés y haciendo señas. Gracias a situaciones como esta, nunca tuvimos la sensación de estar en un lugar considerado como peligroso. Después, Anton, nuestro elocuente guía en la visita, nos repitió una y otra vez que todo lo negativo que rodea a Transnistria es una gran mentira; de hecho, en algunos de los documentos que mostró hablaba de su país como “el mejor del mundo”. Ninguno de nosotros estuvo muy de acuerdo con lo último, pero Tiráspol sí nos pareció una ciudad poco amenazante y, a pesar del intenso calor, pudimos recorrerla caminando sin problemas. Otro mito destrozado.

Irónicamente, el mismo Anton estaba ahorrando para irse de viaje al extranjero. Después de una vida completa en la capital del país que no existe, tenía la oportunidad para ahorrar algo de dinero y salir de su tierra con dirección a uno de los escasos destinos donde pueden entrar sin problemas: Montenegro. Como Transnistria no tiene reconocimiento internacional, su pasaporte permite entrar a muy pocos países, entre los que están el mencionado país balcánico, alguna de las islas perdidas en el Océano Pacífico cuyo nombre termina con u, y las repúblicas no reconocidas de Abjasia, Nagorno-Karabaj y Osetia del Sur.

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El pasaporte transnistrio no es reconocido en ninguna parte del mundo. Fotografía de Leonardo Gerzon.

Un esfuerzo poco valorado

Desde su “independencia” de Moldavia, los transnistrios han hecho lo posible para organizarse como lo haría un país real: moneda y parlamento propio, una ciudad capital establecida, y sobre todo, teniendo gente que aún cree firmemente en la promesa soviética y en una posible alianza —tanto territorial como estratégica— con Rusia. Los números avalan el pensar colectivo: según el último censo realizado en la región, más de un tercio de la población es de origen ruso, y esta es la comunidad que, en gran parte, ha mantenido hasta hoy las intenciones de una anexión al país del norte.

La estatua de Lenin junto a la bandera local y la de Rusia - Leonardo Gerzon.jpg
La estatua de Lenin junto a la bandera local y la rusa. Fotografía de Leonardo Gerzon.

Sin embargo, el gobierno ruso rara vez se pronunció respecto al estatus político internacional de Transnistria, y en estas últimas décadas se ha dedicado a mantener la región como una zona satélite sin mayores ánimos de intervención. Un ejemplo de esta relación de dependencia —que también tiene un poco de síndrome de Estocolmo— se ve en la economía: hace trece años, alrededor de la mitad de las exportaciones de Transnistria —consistentes en alimentos, electricidad y metales, principalmente— fueron a los países miembros de la CIS (Commonwealth of Independent States), organización que contiene a diez ex países soviéticos, incluido Rusia. Hoy en día, si bien los soviéticos tienen un consulado en Tiráspol, los aliados más cercanos a Transnistria en cuanto a relaciones internacionales son las ya mencionadas no-repúblicas de Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno-Karabaj, cuyas banderas están ondeando orgullosamente en el frontis del Ministerio de Asuntos Extranjeros.

Estando en Tiráspol, nos dio la impresión de que todo tiende a la normalidad, por lo que no estaría fuera de lugar pensar en una posible autonomía. Pero finalmente, lo que uno ve siempre va a ser sólo una porción de la realidad. Y para la gente que atestaba la pequeña playa construida a orillas del Dniéster, la señora sonriente y colorada que vendía refrescos en el chiringuito al lado del puente, para los chicos en plena adolescencia sobre sus tablas de skate y bicicletas, grabándose para lucirse en las redes sociales, la realidad cotidiana está asumida: las aspiraciones de vida acá son más bien prácticas, tomando en cuenta lo difícil y complicado de la situación política.

Y es que ese es el gran tema: el control indirecto de una potencia que, de forma pasiva-agresiva, manipula los hilos de la marioneta transnistria. Ejemplos no faltan: en 2010, el entonces Presidente ruso Dmitry Medvedev firmó una declaración junto a su par ucraniano, Viktor Yanukóvich, en donde mencionaban la importancia de la presencia militar soviética en Transnistria para cumplir “labores de estabilización y mantención de la paz” en la zona; en 2015, debido a la guerra en la península de Crimea, Rusia dejó de enviar recursos a Transnistria y el gobierno separatista sólo pudo pagar el 70% de las pensiones de jubilación y los sueldos fiscales, elevando así el índice de pobreza en la región.

Pero sobre todo, Transnistria también se ve afectado por otro tema que no depende de ellos: su estatus de territorio inexistente, sobre el cual nadie quiere preocuparse demasiado. La historia de la nación siempre ha estado ligada a la figura paterna de los soviéticos, un guía que los ordena y garantiza su funcionamiento; pero a medida que esta figura se ha ido retirando poco a poco del panorama, Transnistria parece una muchacha perdida en un mundo que, probablemente, le queda demasiado grande.

Sin embargo, si seguimos con las comparaciones, Transnistria sería una chica muy activa y optimista. Y eso es justamente lo que el mundo no ve. La tranquilidad y templanza con la que nos recibió Tiráspol nos dio una seguridad que chocó con nuestras ideas previas, y con la imagen global a la cual nos enfrentamos antes de viajar: una policía feroz, revuelos en la frontera y un hostigante ambiente post-soviético. Pero Anton, el guía, nos dejó algo muy claro: “Aquí, tendrías que esforzarte mucho para tener problemas”, opinó. Y estuvimos de acuerdo.

Andrea Errando Escolar; CoAutora del reportaje junto con Antonio Rosselot, Marta Cunha, Leo Gerzon y Clàudia Illa.

Artículo publicado en: Viajando para superar las barreras mentales de José Manuel Pérez Tornero, Santiago Tejedor (eds.). Con ISBN: 9788491804000, publicado en enero de 2019.

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